El campo corre hasta donde alcanza mi vista.
Veo el horizonte escurridizo y me quedo sin aliento. La piel se me eriza y los pulmones se expanden al inhalar la infinidad de aire. Veo a lo lejos el cielo chocar con la tierra.
Se me vienen mil memorias a la mente.
Las olas incansables de los siembros de trigo ahogan la vista. El cielo de color azul claro, como una acuarela desteñida. Las pocas nubes perdidas al igual que solitarios árboles. La calle interminable hipnotiza. Las imágenes cambian con tal velocidad que parecen una sola imagen estirada. La libertad surrealista me transporta en el tiempo.
Corro en un vestido veraniego por el campo de trigo. Las espigas reventadas por los granos hinchados me golpean la piel descubierta, raspan como una lija con sus vellos ásperos. El sol está cayendo. Va a una unión inminente con el trigo. Me he quedado sin aliento pero no he avanzado nada. Sigo en el mismo lugar dentro de una burbuja. Estoy atrapada entre los horizontes.
¿Quién jamás ha inventado que la Tierra era redonda?
Es plana. Tan plana como la palma de una mano callosa, como una mesa de madera tosca. Nunca se termina. Sigue y sigue hasta abrasarse con el cielo. Este cielo de azul desteñido. El cielo que solía ver con indiferencia cómo hace nada las bombas la despedazaban sin piedad y los tanques la mecían sin remordimiento.
Las ruedas de mi coche agotan la carretera interminable. Las imágenes no sé cambian, se quedan estáticas, estiradas y congeladas en el tiempo. El mismo árbol, el mismo trigo, la misma vaca, el mismo tractor.
La misma vaca, el mismo tractor, el mismo árbol, el mismo vestido, el mismo cielo, el mismo trigo.
El tiempo se me había escurrido entre los dedos. Se había deslizado por un agujero.
El mismo agujero que me ha traído al país donde la Tierra es acortado por las montañas caprichosas. El país de las explosiones del verde y las murallas de aguaceros. El país de las maravillas, donde no existen las carreteras rectas, ni los tanques, ni los horizontes, ni las bombas, ni el trigo tampoco.